DE OCHO A CINCO
Suena el despertador y la mujer se queda un instante más en la cama, disfrutando de ese par de minutos, que
quisiera eternos.
Al fin se levanta y se dirige, rápido, al baño. Ducharse, vestirse con un traje de falda y blusa, un ligero maquillaje y ya
tenemos a una ejecutiva, que no pasa los veinticinco años, en menos de diez minutos.
Regresa al dormitorio y comienza a vestir a su hijito, que entre dormido y despierto coopera pasando sus bracitos por
las mangas de su ropa.
Gabriela, como desde hace ocho meses, viaja al trabajo junto a su hijo.
Recuesta a su pequeño en un coche de paseo, pone dentro de un bolso, preparado desde la noche anterior, un par
de calcetines a medio secar y una mamadera con leche. Mientras se pone una chaqueta se mira la delgada figura por
un espejo.
Debe caminar trescientos metros para llegar a la estación más próxima del metro, el trayecto lo hace cantando,
despacio, solo para que su hijo escuche. Elefantes, conejos, gatos, sapos, pasan por sus labios y por los oídos, ya
atentos, del niño.
Llegan al comienzo de la primera escala que accede a las boleterías y Gabriela mira buscando ayuda, todos la
quieren ignorar, a veces tiene suerte y alguien, generalmente una mujer, la ayuda a bajar el coche.
Esta vez, todos van apurados. Saca al niño y mientras lo sostiene con un brazo, se cuelga al hombro el bolso junto a
la cartera y, hábilmente, pliega el coche con un certero rodillazo.
Es una experta, con la mano izquierda se sujeta a la baranda, con el resto del brazo lleva acomodado al niño,
mientras con la mano derecha sujeta el coche, sin dejar caer desde su hombro los bolsos, ni el boleto sujeto,
apenas, entre dos nudillos.
Pasado el boleto, a descender la próxima escala y, al fin, en el andén.
Esta vez será una pequeña maniobra, con el pie entre las ruedas del coche, lo que permitirá que el seguro ceda y se
abra.
Ya con el pequeño dentro del coche, Gabriela se desplaza por el andén, muy cerca del borde, buscando el lugar que
le permitirá entrar de las primeras al vagón.
Más que el aviso del reloj digital anunciando los minutos que faltan para que ingrese el tren, es el ruido el que la pone
alerta y cuando éste se detiene, en menos de treinta segundos ya está dentro del vagón con coche, bebé y bolsos.
Una estación, otra, otra y ya, ahora  viene.
Gabriela ha estado mirando constantemente al niño, pero aunque la secuencia se repite un par de veces a la
semana, nunca puede saber anticipadamente cuándo ocurrirá, sino hasta que el movimiento del niño, alzando y
girando un poco la cabeza, le advierte que viene el vómito.
Empuja suavemente al hombre que está a un costado del coche mientras le advierte, en voz baja, que el niño va a
vomitar.
Ella ya tiene en la mano un paño en qué recibir el vómito, aunque intenta recogerlo todo salpica un poco, apenas una
gota, sobre el zapato del hombre.
Y Gabriela cierra los oídos.
- Pero señora, mire cómo su hijo me ensució los zapatos y el pantalón- y le muestra, casi bajo su cara, la gota, tal vez
esperando que ella lo limpie.
- Por Dios, la mujer, y miren ¡todo el espacio que ocupa con el coche!
Gabriela sigue agachada al lado del pequeño, pero va mirando de reojo los nombres de las estaciones, solamente
falta una más para salir del vagón, los minutos son interminables, ahora el hombre insiste en que le limpie los
zapatos.
-Señora, por lo menos pásele un pañuelo, y el olor que me dejó, por Dios ¡qué barbaridad! ¡Con el olorcito que voy a
llegar a la oficina! ¡Cómo se le ocurre darle leche por la mañana! Usted estaba preparada, sabía que el niño
vomitaría. Señora, a usted le hablo, no se haga la sorda, tiene que limpiarme.
Bien, ahora viene la estación de transbordo.
-Permiso, me deja pasar, permiso- Gabriela se empieza a acercar a la puerta, todos se hacen a un lado, no es por
facilitarle la salida, están cuidando sus ropas, capaz que al niñito se le ocurra vomitarlos.
La estación Los Héroes, que es la de transbordo, es una de las más profundas de la Línea 1 del  tren metropolitano
de Santiago, así que cuenta con escalera mecánica.
Gabriela sabe calzar justo las ruedas delanteras del coche del bebé con una de las planchas que se convertirá en
escalón.
Ya en el andén de la Línea 2, Gabriela se encuentra con sus compañeros de trabajo, están todos dispuestos a
ayudar. Saben que su compañera, así como sus ex esposas deben salir al trabajo con sus hijos y esperan que, a
ellas, en algún lugar de la ciudad, también les estén ayudando.
La tarjeta de Gabriela es marcada a la hora.
Dentro del mismo recinto del edificio en que se encuentra la oficina, está la sala cuna y las parvularias están atentas
en la puerta recibiendo a los pequeños.
Al fin Gabriela se dirige a la oficina, pasa al baño a lavar el paño y mientras se lava las manos con jabón, una y otra
vez, hasta sacarse el olor a vómito, comienza a organizar, mentalmente, su trabajo en la empresa.
Cuando se sienta frente al escritorio, dejan de existir, por ocho horas, su hijo, el hombre del vagón, las mamaderas,
las camas desechas, lo que hará de cenar, las deudas. ***